Alberto Toscano · · · · ·

 

01/03/09

 

 

Tal como muestra el caso de Los Nueve de Tarnac en Francia, estamos perdiendo el abecedario político necesario para distinguir entre sabotaje y terrorismo.

 

La Guerra contra el terror, que según se nos había dicho era infinita, parece haber sobrepasado su fecha de caducidad. Incluso David Miliband ha calificado el término de engañoso y erróneo. Pero sus efectos en nuestras políticas persisten. Siguiendo un antiguo guión, las leyes que se han vendido como medidas de emergencia hunden profundamente sus raíces en las prácticas y las mentalidades de nuestros gobiernos. Todas las formas de disenso que tengan relación, por tenue que sea, con conductas ilegales por motivaciones políticas, se sitúan actualmente en el ámbito de las medidas antiterroristas, que fundamenta su racionalidad en una nebulosa «seguridad».

 

Mientras que los imperativos geopolíticos subyacentes a la guerra contra el terror están siendo fundamentalmente cuestionados, el anti-terrorismo continúa utilizándose hasta el abuso como un flexible instrumento de represión dentro y fuera de Europa. Desde el activismo ecológico hasta la investigación sociológica, hay pocas cosas que la legislación anti-terrorista no pueda abarcar. El caso de «Los Nueve de Tarnac», que recientemente ha llamado tanto la atención en Francia, después de una serie de espectaculares arrestos el 11 de Noviembre 2008, es un ejemplo de ello.

 

Este caso, que toma su nombre de un pueblo del departamento de Corrèze, donde unos cuantos acusados vivían colectivamente y se encargaban de una tienda de comestibles y un club cinematográfico, gira alrededor de la acusación de que este grupo de veinte y treintañeros politizados son los responsables de una serie de acciones de sabotaje contra las líneas de ferrocarril del TGV, o tren de alta velocidad, a principios de Noviembre, que ocasionaron retrasos masivos. Desde el principio, el caso ha sido coreografiado por el gobierno, específicamente por la ministra del interior de Sarkozy, Michèlle Alliot-Marie.

 

El caso Tarnac nos sitúa frente a un modelo de criminalización del disenso que se está volviendo cada vez más general y que es probable que se intensifique a medida que Europa (ver los acontecimientos recientes en Grecia) se vea confrontada a formas de conflicto social que cuestionan la viabilidad del orden socio-económico.

 

Las autoridades francesas han dejado claro que el objetivo de esta muy espectacular operación fue enviar un mensaje preventivo, cortar de raíz la amenaza que se percibe de movimientos anti-capitalistas que rechazan la arena parlamentaria y optan por la acción directa. Es a lo que se han referido los servicios franceses de seguridad, con la imprecisión típica de las inquisiciones, como «tendencia anarco-autonomista». También se han referido a estos medios políticos como «pre-terroristas».

 

El término es clave. En la medida en que el terrorismo ya no se percibe como táctica, aunque repugnante, sino como una especie de crimen total fuera de los límites de la explicación o de la negociación, el «pre-terrorista» está ya en camino de convertirse en un enemigo absoluto del Estado. Esta es la razón por la que el mismo acto material – el sabotaje de una línea de ferrocarril, por ejemplo- puede percibirse como un acto de vandalismo en un caso, y como un menaza política para el Estado, en otro. Las consecuencias están claras y son preocupantes.

 

La ejecución de la legislación antiterrorista es profundamente arbitraria y selectiva, dependiendo de las proclividades políticas de los ministros, magistrados y la policía, que actúan cada vez más de acuerdo y prescindiendo de las salvaguardias legales habituales, especialmente la presunción de inocencia. Si no existen pruebas consistentes –como parce ocurrir en el caso de Tarnac- entonces se sustituyen por las formas de vida y las creencias.

 

Este es el camino tomado por la propia ministra del interior. Reconociendo que en todo este asunto no había señales de ataques a personas declaró sin embargo: «han adoptado métodos subterráneos. Nunca utilizan teléfonos móviles y viven en zonas donde es muy difícil para la policía reunir información sin ser vista. Han conseguido tener, en el pueblo de Tarnac, relaciones amigables con la gente, que puede advertirles de la presencia de extranjeros». El hecho mismo de la vida colectiva, de rechazar una noción sorprendentemente restrictiva de la normalidad (utilización del móvil, vivir en la ciudad, ser fácilmente observable por la policía) se ha convertido en incriminante por sí mismo.

 

El otro elemento del proceso, la atribución a Julien Coupat (el único de los acusados todavía en cárcel preventiva) de la autoría de un libro anónimo titulado La Insurrección en Camino, que se refiere a actos de sabotaje de los transportes como parte de un surgimiento anti-capitalista de «comunas», también sigue el modelo en que el «pre» en pre-terrorismo se define según declaraciones políticas o creencias que no casan con el orden establecido.

 

El comité de apoyo a los Nueve de Tarnac ha argüido lúcidamente que el antiterrorismo se ha convertido en todo un método de gobierno, un expediente intencionadamente vago en el arsenal del Estado moderno. Es mucho lo que está en juego. Estamos perdiendo el alfabetismo político, así como la capacidad legal, de distinguir entre sabotaje y terrorismo, vandalismo y asesinato en masa, ya que cualquier alternativa opositora al statu quo es engullida bajo el paraguas del terrorismo. En tiempos de crisis y de posibles turbulencias, este pensamiento unidimensional es profundamente peligroso y una mezcla insidiosa contra la «seguridad» de todos.

 

Alberto Toscano es un columnista habitual del diario británico The Guardian.

 

Traducción para www.sinpermiso.info: Anna Garriga

 

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The Guardian, 28 enero 2009

 

 

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