Por Anna Shea (@AnnaLucyShea), investigadora de Amnistía Internacional sobre derechos de las personas refugiadas y migrantes, 

¿Cómo es verse atrapada en una catástrofe de la que no eres responsable? Pensaba que lo sabía, pero me equivocaba.

Llevo diez años trabajando con personas refugiadas y migrantes, hablando con cientos de personas sobre sus experiencias. Ahora veo que mi conocimiento de lo que habían vivido era superficial y no se ajustaba en absoluto a la realidad.

En estos momentos en que vivo exiliada de mi país natal, Canadá (que prácticamente ha cerrado sus fronteras), separada de mis seres queridos en ultramar y atenazada por la ansiedad que me produce la preocupación por su bienestar y el mío propio, aprecio de otra manera, mucho más intensa, las experiencias de las personas atrapadas en catástrofes.

No es mi intención quitar importancia al sufrimiento y la destrucción indescriptibles en lugares como Siria y Venezuela, de donde han huido millones de personas. De ningún modo son situaciones comparables a lo que está sucediendo en la mayoría de los países afectados por la pandemia.

Pero, para millones de personas que viven en países ricos, la pandemia podría representar la primera vez que experimentan siquiera una mínima parte de lo que soportan las personas atrapadas en catástrofes de una naturaleza y gravedad completamente distintas.

Lugares que antes eran conocidos y seguros, como autobuses, comercios y restaurantes, ahora generan temor y peligro en países prósperos de todo el mundo. La población se levanta cada día sin saber si cobrará su sueldo, si sus hijos o hijas podrán volver a la escuela, si las fruterías y las farmacias tendrán provisiones suficientes para cubrir sus necesidades básicas. Personas con determinados pasaportes, que anteriormente podían entrar prácticamente en cualquier país del mundo, ya no pueden viajar. Los medios de vida de mucha gente están en grave riesgo. Para las personas de avanzada edad y otros grupos de población vulnerables, su propia vida corre peligro.

¿Es posible que estas vivencias nos ayuden a comprender mejor lo que significaría ser una persona refugiada? ¿Podría esta situación sin precedentes generar compasión y empatía hacia las personas que se han visto obligadas a huir de sus hogares? No es imposible, ni mucho menos.

Pongamos por ejemplo la Gran Depresión de la década de 1930. Aquella crisis económica generó inmensos niveles de sufrimiento en todo el planeta. Aunque ya existían entonces sistemas de asistencia social en muchos países, eran muy insuficientes para hacer frente a un problema de tal magnitud. Cuando se hizo evidente el alcance y la gravedad de la crisis económica, los gobiernos al fin aceptaron que tenían la responsabilidad de proteger el bienestar de toda la comunidad. Comprendieron hasta qué punto sus respuestas parciales e individuales a un reto colectivo habían sido inapropiadas.

Ahora mismo todos —individuos, comunidades y gobiernos— podemos decidir. Tenemos opciones. Podemos optar por la solidaridad y la compasión, proteger y ayudar a las personas más vulnerables a nuestro alrededor y actuar por el bien común. Podemos salvar muchas vidas.

Cuando haya pasado esta crisis, e incluso en medio de ella, nos enfrentaremos a otros desafíos y podremos volver a decidir.

Cuando las catástrofes afecten a nuestros congéneres, ¿decidiremos confinarlos en precarios campos, disparar gas lacrimógeno contra ellos, separarlos de sus hijos o hijas, procesarlos por el “delito” de perseguir una vida mejor para ellos y sus familias, o recordaremos entonces cuando nos sentimos vulnerables e impotentes, cuando nos preocupó poder satisfacer nuestras necesidades básicas, cuando nuestros pasaportes no valían nada, cuando nos sentimos paralizados por la ansiedad y la incertidumbre? ¿Elegiremos el miedo o el amor? La decisión es nuestra.

Anna Shea, Amnistía Internacional

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