Para discutir en derecho consecuencias sancionatorias, privación de derechos, no basta con intenciones, ni planes, ni aquel dijo o este piensa… Se necesitan hechos, no lecturas de intenciones subjetivas e impropias de ser objeto de un proceso judicial

Por Jon-Mirena Landa Gorostiza, * Profesor Titular de Derecho Penal de la UPV-EHU y exdirector de Derechos Humanos del Gobierno vasco – Miércoles, 4 de Mayo de 2011 –

HAY un aspecto de la sentencia sobre Bildu que debe ser resaltado pues es, a mi juicio, el meollo del problema: ¿Quién es el que tiene responsabilidad penal o merece ser sancionado: el que hace o el que dice? En cualquier Estado democrático hay un principio fundamental del derecho penal que se aplica en todo el ordenamiento jurídico y a toda posible sanción de la naturaleza que sea: cogitationes poena nemo patitur (el pensamiento no delinque). Cuando de establecer sanciones o penas se trata, el punto de partida fundamental es qué se ha hecho y no qué se dice o piensa: debe probarse, antes que nada, que alguien ha cometido una lesión de algún bien jurídico fundamental y solo a partir de esta base fáctica cabe preguntarse por las intenciones del sujeto. Los hechos, sin duda, están sujetos a interpretación, pero sin hechos perdemos el suelo sobre el que sustentar un proceso penal o sancionatorio con garantías. Si los castigos, llámense penas, llámense restricciones de derechos vía ley de partidos, llámense sanciones… no se asientan en una base de hechos firme, la arbitrariedad sustituye a la justicia y la actuación legítima del Estado como detentador del monopolio de la violencia deviene ilegítima.
Por ello, cuando se lee la sentencia del Tribunal Supremo sobre Bildu en la que aparece una vez sí y otra también que dicha coalición es un instrumento de ETA-Batasuna, una vía para dar entrada a un fraude de sustitución de un partido ilegal, mi pregunta es: ¿Sobre la base de qué hechos? Los informes policiales hechos llegar a la Fiscalía General del Estado y a la Abogacía del Estado por decisión del Gobierno de España, aseguran que Bildu era un plan de ETA. A ETA le parecería bien -lo dan por probado- que Bildu se cree. Documentos de ETA o de miembros individuales de Batasuna, recortes de periódicos, entrevistas en prensa, e incluso conversaciones privadas de estos con sus cónyuges (por ejemplo, en el caso de Arnaldo Otegi) además de los porcentajes de presencia de independientes son la base fáctica de la que se deduce que dichos independientes no son tales, sino un desembarco organizado, preparado y controlado por ETA-Batasuna para sustituir a esta última en el proceso electoral en ciernes. ¿Debe deducirse de ello que ETA tiene la capacidad de determinar el espacio de lo prohibido y lo no prohibido en función de lo que diga?
Pongamos algún ejemplo. Supongamos que ETA diseña una estrategia dirigida a promover el txistu y las excursiones al monte como signos de identidad de Euskal Herria e invita públicamente a su práctica. ¿Deberían entonces los vascos/as -supongo que solo los vascos/as y no otros ciudadanos/as- dejar de ir al monte o de tocar al txistu para poder, en su caso, no ser acusados de «contaminación»? Resulta evidente que los ejemplos son extremos pero, entonces, si se prefiere, cámbiese el txistu o el monte por la desobediencia civil pacífica y recuérdese que no hace mucho ciudadanos -que resultaron finalmente absueltos- tuvieron que hacer frente a años de procesos judiciales e incluso meses de cárcel en el macrosumario 18/98 porque, al parecer, seguían, sin saberlo por cierto, la consigna de ETA.
Lo señalado hasta ahora persigue subrayar un punto fundamental: para discutir en derecho consecuencias sancionatorias, privación de derechos, no basta con intenciones, ni planes, ni aquel dijo o este piensa… Se necesitan hechos, no lecturas de intenciones subjetivas e impropias de ser objeto de un proceso judicial. Sin equilibrio entre hechos e intención hablamos de política. Si lo que dice ETA, o lo que dicen que dice ETA o este o aquel miembro de Batasuna es la clave; si las meras relaciones y conversaciones con miembros de Batasuna bastan para contaminar, basta que ETA hable para que el ámbito de lo prohibido se pueda ampliar o el espacio de la libertad achicar. Si la ausencia de una base objetiva es total, sobre ese vacío no cabe un proceso sancionador justo. Y este es el quid de la cuestión cuyo pecado original, permítaseme la expresión, es la Ley de Partidos.
La Ley de Partidos nació para complementar al Código Penal y poder perseguir las conductas de apología delictiva que, por su naturaleza, generan problemas de legitimidad en un Estado democrático. Alabar, justificar delitos, menos aún a sus autores, es un ámbito de actuación que resulta muy difícil de aprehender por el derecho penal sin, a la vez, herir de muerte a la libertad de expresión y su función de clave de bóveda de la democracia. Y por eso todo ese conjunto de conductas se llevaron como indicios al artículo 9 de la Ley de Partidos. La Ley de Partidos se basa, así, en las «palabras al límite» para sancionar la desafección e incluso el combate antidemocrático. La Ley de Partidos es la puerta de atrás que ahora, sin embargo, se ha convertido, de hecho, en el gran pórtico por el que se despacha con aterradora celeridad la sanción gravísima de privación de derechos electorales de cientos de candidatos y se compromete el ejercicio del derecho fundamental a la participación política de miles de ciudadanos y ciudadanas de este país. ¿Pero sobre qué base? ¿Qué hace Bildu además de «tener relaciones» con personas? Condenan la violencia y tienen un programa de actuación política «neutro», no lesivo de ningún bien jurídico en términos objetivos y, por tanto, libre le parezca bien o mal a dios o al diablo.
Los indicios para ilegalizar eran al principio el discurso -las palabras- de connivencia implícita o explícita con la violencia terrorista. Más tarde, siguiendo la pendiente resbaladiza, no ya la adhesión a la violencia, sino una omisión, la no condena, era indicio que ganaba centralidad. La doctrina probatoria se deslizaba cada vez más de los hechos a las nudas palabras: quien complementa con el discurso político -no ya con hechos delictivos concretos- no participará en las elecciones era el mensaje. Con la sentencia de Bildu ya ni siquiera son las propias palabras -que no los hechos- sino la palabras de otros, las de ETA, las que deciden de qué estamos hablando. Porque, al parecer, ETA tiene una estrategia ¿esta tiene la fuerza jurídica y probatoria para disolver la autonomía de decisión de cientos de candidatos independientes? Bildu y sus candidatos, todos ellos, niegan expresamente su complementariedad. Pero no vale: ETA nos dice la verdad y esta, en términos probatorios, se impone. ¿Debemos entender que hasta que ETA desaparezca el pasado es futuro y nadie tiene derecho a cambiar de opinión, aunque lo diga? La sentencia llega al absurdo de afirmar que ETA promueve su condena como una táctica para impedir la ilegalización de Batasuna: o sea, ya no las palabras, sino, al margen de su significado, el fraude que estas «revelan» -un nuevo salto- es la base de sanción.
La Ley de Partidos, su interpretación por el Tribunal Supremo, ha abierto y agrandado un agujero negro que absorbe y tritura los derechos humanos, laminando la democracia. A mí al menos me queda, como jurista, una esperanza: que el Tribunal Constitucional (o en su caso el Tribunal Europeo de Derechos Humanos), guardián de los derechos fundamentales, tape el agujero y repare el daño causado.

http://www.deia.com/2011/05/04/opinion/tribuna-abierta/eta-al-parecer-dice

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