FESTIVAL DE MÁLAGA
Los civilizados cómplices de la bestia

CARLOS BOYERO

EL PAÍS  –  Cine – 04-04-2008 Me resultaba alarmante la insistencia en calificar de «necesaria» la última película de Manuel Gutiérrez Aragón. Me ocurre lo mismo cuando escucho los previsibles y mosqueantes conceptos «cine riguroso, cine coherente, cine honesto». Siempre me pregunto cuando recalcan abusivamente virtudes tan encomiables: ¿y qué más? También me sorprende la excesiva demora en el estreno de Todos estamos invitados. Sabiendo que hablaba del estado de las cosas y de las personas en el País Vasco, todo indicaba que no era casual, que no convenía bautizar a la espinosa criatura en época de elecciones, que aunque el cine sólo sea cine y no sirva para alterar la realidad, mejor no andar tocando los genitales al personal que se pueda sentir incómodamente identificado.

Ya he despejado mis incógnitas. No sé si es necesaria, pero tengo claro que me habla con insólito coraje, peligrosa lucidez de comportamientos y actitudes de mucha gente normal, ciudadanos pacíficos y bienintencionados, ante el acorralamiento y la soledad de las víctimas de ETA, que no conozco ninguna película que se haya atrevido a escarbar en temática tan lamentablemente real como arriesgada de abordar. También que lo hace con lenguaje contundente y con una capacidad para provocar el escalofrío en los amenazados de la ficción y en el aterrado espectador. Si el retrato del miedo colectivo, de las tan humanas como mezquinas razones para mirar al otro lado cuando el espanto se va a ensañar con tu vecino, tu conocido, tu amigo o tu colega gastronómico, de la estratégica pasividad ante el monstruo y la conveniente hipocresía para evitar problemas, está poderosa y complejamente descrita, también hay personajes y situaciones que me resultan inverosímiles, que me resultan forzados, que no me los creo. Lo del etarra accidentado y condenado a la desmemoria, al que sus antiguos y despiadados correligionarios le reclaman fidelidades y órdenes, me parece surrealista. Los concienciados killers no pueden ser tan lerdos. Tampoco me convence excesivamente el tono lírico de la relación entre el amnésico enamorado y su angustiada terapeuta. Y se me escapan las razones para que una vez consumado su bárbaro objetivo, los fanatizados gudaris se empeñen en seguir jodiendo letalmente a la inofensiva viuda. Y existe una secuencia pretendidamente romántica en la playa de la Concha que me resulta tan innecesaria como grotesca. Si durante el arranque y la primera parte de Todos estamos invitados subo y bajo, hay diálogos que me suenan a recitados y actores con tonillo (nada que ver con que interpreten a vascos, sin embargo no me cuesta nada creerme que ese inquietante y sólido actor llamado Óscar Jaenada es un modélico kaleborroka), no me convence al principio José Coronado intentando dar asfixiada vida a ese profesor sentenciado a muerte, a partir de un momento logro implicarme en esa tragedia, sentir el acoso, la intemperie y el terror del que percibe en su nuca el aliento de la bestia, asistir como si estuviera en una intriga de Hitchcock del espléndido y angustioso cine que desprenden las secuencias de la sociedad gastronómica y de la tamborrada en esa preciosa y temible ciudad. Cuando aparecen los títulos de crédito finales, me noto tocado en el coco y en las fibras sensibles. Y empapado con el clima desasosegante que ha creado Gutiérrez Aragón. Y sigo pensando en ella, en imágenes perturbadoras. Y eso ocurre aquí y ahora. Y da mucho miedo.

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