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Por Joaquín Martínez

 

La reacción de la juventud en Catalunya no estaba prevista en ningún guión. La respuesta del consenso, culpar a los incendiarios, sí estaba prevista, pero ha dejado de funcionar.

Barcelona. Viernes 18 de octubre de 2019. Termina la jornada de las Marchas por la Libertad y bajamos por Passeig de Gracia hasta el cruce con Ronda Sant Pere. Cientos de personas permanecen en ese lateral de El Corte Inglés. Unos metros más allá, colindando con Plaça Urquinaona, arde una gran barricada. La gente interrumpe de vez en cuando sus charlas para silbar al helicóptero de la policía, permanentemente acosado por punteros láser.
Al otro lado de la línea de batalla, grupos de manifestantes se enfrentan a la policía desde primera hora de la tarde, momento en que la Policia Nacional ha creido oportuno cargar contra una sentada pacífica de jovencísimos estudiantes, insultando, aporreando y deteniendo.

No. No son anarquistas insurreccionalistas, aunque los hay, como siempre los ha habido en Barcelona, la Rosa de Fuego. Tampoco son infiltrados, aunque también los hay, como siempre los ha habido en un país con tan extenso y lleno de mierda alcantarillado de Estado.

Chicos y chicas de barrio, ni santos ni demonios, que han conocido la desproporción y la impunidad policial en terrenos muy alejados de la política

Son una masa ingente —muy ingente—, de jóvenes —muy jóvenes—, heterogénea —muy heterogénea—.

En buena medida, chavales hijos e hijas del 1 de octubre. Una generación que creció con independentismo alegre, naif y soñador que se agrió con el primer porrazo a un abuelo frente a un colegio electoral. Una generación que cedió a la culpa y confió en la buena voluntad de un nuevo gobierno autoproclamado progresista. De entre 9 y 13 años para sus representantes electos fue lo que recibieron.

Otra gran parte la componen jóvenes normales, muchos de ellos ni siquiera independentistas —por lo menos hasta la semana pasada— conmovidos por la brutalidad policial. Chicos y chicas de barrio, ni santos ni demonios, que han conocido la desproporción y la impunidad policial en terrenos muy alejados de la política. Chicos y chicas que un buen día llegan al instituto y ven que a ese chico bondadoso y con inquietudes que les son bastante ajenas le han apaleado de forma absolutamente injustificada. Chicos y chicas que ven cómo mientras los antidisturbios acompañan con delicadeza a neonazis, amedrentan de forma terrorífica a muchachos que no han alcanzado la mayoría de edad. Y claro, se colma el vaso y estalla la rabia. Algunos se echan a las calles de inmediato, otros lo harán al día siguiente cuando estos les cuenten lo que allí está sucediendo.

De la resistencia pacífica contra la vulneración de derechos a la protesta más virulenta, hablamos con la generación que más ha hecho notar su frustración en Catalunya.

Si esos chicos y chicas no sentían ninguna filiación independentista hasta la fecha, ahora han podido ver que al otro lado del cordón policial que dispara durante horas proyectiles de goma y gases lacrimógenos, al otro lado de los carruseles desbocados de los furgones, está la unidad de España. Así que se apresuran a comprar al vendedor ambulante una estelada y se la atan al cuello, resignificando un outfit que había sido lo más carrinclón y friki en los años que llevamos de Procés en símbolo de sublevación y coraje.

En el fragor de la batalla se dan cuenta de que sus vidas son mediocres, vacías, de plástico y replicadas en serie. Sus expectativas son aún peor. Si el 15M fue la revuelta de quienes veían sus expectativas amenazadas, esta lo es de quienes han crecido sin más expectativa que la precariedad, el hastío y la represión. No reconocen ni necesitan líderes ni directrices, su propio malestar les mueve.

Así que se apresuran a comprar al vendedor ambulante una estelada y se la atan al cuello, resignificando un outfit que había sido lo más carrinclón y friki

Pero otro fenómeno propio de un régimen que ha perdido la hegemonía sucede en la retaguardia. El común de la sociedad democrática catalana ya no mira al dedo que señala la luna. Muchas gentes corrientes tal vez no compartan, incluso desprecien la violencia, pero la escritura del relato de Estado ya no cuaja entre el pueblo catalán. No permea la jerarquización de preocupaciones dictada; incluso si no se desea ver Barcelona en llamas, la gente sigue comprendiendo que esa no es la verdadera urgencia democrática del país y siguen manifestándose al margen de que las movilizaciones vayan a terminar en enfrentamientos.

Además, esas madres y padres comprendieron la razón de Estado cayendo escaleras abajo en colegios electorales el 1 de octubre de 2017 y ahora están viendo la desproporción y la arbitrariedad con la que se actúa contra sus hijos e hijas, o jóvenes iguales que estos, llegan a algún tipo de empatía con la línea del frente aún con el corazón lleno de preocupación.

El nacionalismo se desplaza y los focos de lucha en el Estado se retroalimentan en la medida en que fascistas y antidisturbios se van erigiendo en avatares de la oposición al independentismo. “A veces uno sabe de qué lado estar simplemente viendo quién está al otro lado”, decía Leonard Cohen. La escalada de la solidaridad y la comprensión en el Estado ha sido completamente explosiva en las últimas semanas, del mismo modo en que el movimiento catalán se refresca y refuerza con la solidaridad que llega y se enfoca en la estructura misma del Régimen del 78 y es cuestión de tiempo que la dinámica catártica previamente descrita se extienda por todo el territorio español.

Esa es la gente que está quemando Catalunya. Sí.

Pero, por encima de todo, quien está quemando Catalunya, es el Estado español. Partimos de la arrogante negativa a la petición razonable de autogobierno con el Estatut allá en 2006 y seguimos con la negativa y represión de un Referéndum que, hace sólo 5 años, probablemente habría perdido el independentismo. Todo pudo quedar ahí. Pero no, mandaron a una horda de antidisturbios montados en un barco de los Looney Tunes a destrozar a nuestras abuelas. Encarcelaron a un Gobierno que, por una vez, consultaba a la gente sobre sus deseos y a un par de señores que velaron por mantener el carácter pacífico del movimiento y facilitar la circulación de las autoridades ante el Departamento de Economía.

Incluso si no se desea ver Barcelona en llamas, la gente sigue comprendiendo que esa no es la verdadera urgencia democrática del país y siguen manifestándose

Han sacado más ojos, han explotado más testículos. Han encarcelado de forma jurídicamente demencial a chicos y chicas que han tropezado en corredizas sólo para mandar una orden política que, de nuevo, ha sido desacatada.
Esas tácticas tal vez servían contra los movimientos sólidos y endogámicos; tocaban un eslabón e insertaban la paranoia. Pero no están entendiendo nada si piensan que este esquema es aplicable aquí. Los agravios son concretamente ajenos y genéricamente propios; la arbitrariedad y desajuste entre actos y consecuencias resta sentido a la precaución y cada nuevo abuso hace crecer la revuelta de forma capilar y exponencial.

Vamos a ser francos. Esto sólo podrán pararlo ya por dos vías: o con democracia o matándonos. Por supuesto que, en las altas instancias de un Estado de Transición deficitaria, hay gente dispuesta a ello. Pirómanos disfrutando la escalada.

Pero, si queda alguien en el Estado que crea en la democracia debe dejar de echar gasolina al fuego, debe intervenir. Si alguna institución internacional se toma en serio su deber para con los derechos humanos, debe intervenir.

Están quemando Catalunya. Que alguien intervenga antes de que reduzcan a cenizas la Democracia.

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