23 Ene 2010
Fuera de lugar Versión completa de la entrevista con María Naredo aparecida el 23-1-2010 en Público. Óscar la hizo conmigo en Traficantes de Sueños
Amador Fernandez Savater

María Naredo es jurista. Especializada en género y derechos humanos, fue responsable hasta 2006 del Área de Mujeres de Amnistía Internacional. Ha publicado diferentes trabajos sobre pobreza, criminalización y cárcel. En los últimos años ha realizado varias investigaciones sobre alternativas al concepto actual de seguridad.

Según estadísticas recientes, los índices de criminalidad en España bajan. Sin embargo, la percepción subjetiva de inseguridad aumenta y justifica políticas cada vez más represivas. Algo no cuadra.

¿Cuál es tu relación personal con la cuestión de la seguridad y el espacio urbano?

Yo estudié Derecho y al acabar la carrera pasé un año en Bolonia (Italia). Ese año trastocó todos mis conocimientos aprendidos sobre el tema. En concreto me puso en contacto, no sólo con el uso y la finalidad del Derecho como herramienta de poder y mantenimiento del statu quo, sino también con experiencias políticas de seguridad urbana contrarias a las hegemónicas, ensayos de repensar la seguridad urbana. Contacté con un grupo de gente llamado “Bolonia, citta aperta” que hacían una serie de cursos, dirigidos a ayuntamientos y a personas que trabajaban en los municipios, tratando de repensar y replantear todo el tema de la seguridad en las ciudades. Luego, con el tiempo, he desarrollado un criterio diferente al que esta gente ensayaba, pero las bases del tema de la seguridad y mi inquietud por él aparecieron allí en Bolonia hace ahora 11 o 12 años. En el año 96, muchas ciudades italianas tenían administración comunista (por ejemplo, Bolonia) y esos ensayos de otra seguridad trataban de conjugar la convivencia, los intereses de distintos sectores urbanos, el espacio público como foro de encuentro y la reivindicación de una ciudad europea frente a las ciudades-modelo más anglosajonas, estadounidenses. Se ensayaban por ejemplo espacios de mediación grupal entre comerciantes, vecinos de una zona y mujeres que se prostituían y necesitaban estar en esos lugares. Todo esto me pareció muy interesante y a la vuelta continué leyendo, investigando y oriéntandome por ahí.

¿Por qué no te satisface el modelo actual de seguridad?

Porque su concepto de seguridad es un embudo muy estrecho que define simplemente la inseguridad como sinónimo de criminalidad callejera, especialmente criminalidad contra la propiedad. Este concepto de inseguridad se convierte en una especie de embudo que deja afuera muchas otras dimensiones del problema. No es una definición gratuita, tiene sus porqués y sus para qués. Presenta la sensación de inseguridad como única, cuando es una experiencia múltiple, diversa. Permite canalizar un malestar social más complejo como simple miedo a la criminalidad, evitando así el cuestionamiento de las relaciones de poder (económicas, políticas, de género, etc.) que lo provocan. Justifica una política cada vez más represora frente a los grupos excluidos, señalados como chivos expiatorios y el mal de todos los males. Y legitima finalmente la restricción de libertades y derechos ciudadanos en nombre de ese combate contra el crimen.

¿Qué queda fuera del embudo?

Muchísimas cosas. Por ejemplo, las fuentes de inseguridad de las mujeres discurren por otros cauces. La dicotomía entre “espacio público inseguro” y “espacio privado seguro” se tambalea por todos los lados, porque donde mayor inseguridad encuentran las mujeres es en sus relaciones íntimas. La percepción de inseguridad tiene mucho que ver con la socialización. En esta sociedad patriarcal a las mujeres se nos ha educado para estar muy alerta frente a peligros difusos (el descampado, el violador anónimo en el espacio público, etc.) y muy poco alerta ante las relaciones nocivas con los más íntimos. Pero si en lugar de aprender a cuidarse de unas relaciones desiguales en el espacio privado (laboral o doméstico), aprendes sólo a temer al desconocido que te va a atracar y violar por la calle, las relaciones de poder continuan en su engranaje absolutamente bien engrasado. Eduardo Galeano escribía que “uno de los miedos de nuestros tiempo es el miedo del hombre a la mujer sin miedo”. El miedo sirve para buscar hombres protectores que son al final la fuente de mayor opresión para las mujeres.

¿Quién ejerce esta seguridad?

En el modelo hegemónico de seguridad la función protectora se ha delegado a estrategias e instancias formales que ya en su origen no fueron creadas para garantizar seguridad, sino más bien para producir disciplina. Hemos pasado de confiar en nuestro entorno más cercano, en la solidaridad y el apoyo mutuo, en el control informal del vecindario y las calles transitadas, a tener como referentes únicos de seguridad a la policía y los juzgados. Cuanto más solos nos sentimos, más acudimos a instancias que no pueden garantizarnos la seguridad porque no están realmente creadas para eso. Las instancias represivas pueden en todo caso gestionar algunas situaciones extremas, no procurar nuestra seguridad cotidiana. El modelo hegemónico funciona en espiral: a mayor percepción de inseguridad, más represión, y a mayor represión, más sensación de inseguridad. Recuerdo a mujeres comentar, en algunos momentos donde la presencia polical se ha hecho masiva en el barrio de Lavapiés: “el barrio está cada vez más inseguro”. Porque si hay tanta presencia policial por algo será, ¿no? La relación entre las estrategias policiales y la producción del propio miedo es una espiral. Eso sucede también en las viviendas. Hoy parece que quien no tiene portero con cámara está ya completamente desasistido. Todas estas estrategias -urbanísticas, policiales y del propio mercado de la seguridad- crean todavía mayor inseguridad y más necesidad de ir a buscar cada vez más lejos la protección.

¿Por qué crees que ha pasado esto? ¿Por qué hemos dejado de confiar en el tejido social y sólo nos sentimos protegidos por la policía?

Cada vez nos es más difícil encontrar las raíces de nuestros propios miedos. Nuestros miedos difusos están cada vez más desordenados. Hay toda una maquinaria mediática y de poder que se encarga de desordenarnos en ese sentido. También cómo está concebida la vida en la ciudad -los nuevos barrios, la zonificación (trabajo en una parte de la ciudad, compro en otra, me divierto en otra, me relaciono en mi casa, me muevo en automóvil)-, esa forma de vida nos desarraiga de las relaciones de vecindad y de confianza en el otro más cercano. Esto nos hace más vulnerables a esos miedos que nos invaden por la vía de los medios de comunicación. Pienso que una de las claves de resistencia es retomar la vida de vecindario, reapropiarnos de los espacios públicos y construir desde ahí redes de autocuidados entre la ciudadanía, aunque efectivamente las políticas municipales de esterilización y desinfección de los espacios públicos nos lo pongan cada vez más difícil. Como decía Jane Jacobs, “los propietarios de las aceras deben seguir siendo las ciudadanas y ciudadanos”. Ni las cámaras de vigilancia, ni la policía, sino la ciudadanía que transita el espacio y lo hace seguro. Pero si abandonamos eso, pasará lo que ya pasa en muchos barrios donde la gente vive atrincherada en sus domicilios. Más que hablar de espacios seguros e inseguros -la seguridad y la inseguridad pueden ser más bien un continuo-, me parece más interesante hablar de relaciones seguras o inseguras. Cuanto más nos relacionemos desde claves de cooperación y respeto mutuo, más estaremos en disposición de vivir una vida más segura en todas partes. Las políticas de seguridad hegemónicas no son muy democráticas: se dirigen a proteger a un ciudadano-tipo (masculino, propietario, etc.), pero no se han elaborado a partir de lo que la gente piensa o siente. Todo viene de arriba a abajo. Por eso creo que la salida es la reapropiación de la calle y la expresión pública de lo que nos hace seguros o inseguros.

¿Qué tipo de efectos produce el modelo hegemónico de seguridad? ¿Es un simple placebo?

La gente necesita expresar las inseguridades vitales y sociales. Vivimos en un momento de mucha inseguridad estructural (precariedad en el empleo, etc.). El modelo hegemónico de seguridad lo que ofrece es una manera de canalizarla a través de un chivo expiatorio (el inmigrante, etc.) y un lenguaje simplista que clasifica lo social en bueno/malo, blanco/negro. Son políticas instrumentales, políticas-biombo que canalizan los malestares y ocultan otras vías de elaboración más molestas para el poder, para el sistema. El nivel al que se está llegando en la construcción de un chivo expiatorio hace que la indignación que puede producirnos la vulneración de los derechos de los excluidos quede bajo mínimos. ¿A quién ha convocado la protesta contra la nueva ley de extranjería que recorta derechos de modo lamentable a una buena parte de la población? A muy poca gente, porque los afectados son “los otros”, el “enemigo interno” que viene a quitarme el empleo, a atracarme y a violar a mis mujeres. Si no hacemos nada para evitarlo, esta espiral se irá recrudeciendo: porque cuanto más malestar necesitemos expresar, más necesidad habrá de un chivo expiatorio y de castigos ejemplares a ese chivo expiatorio.

¿Seguridad y libertad son valores antagónicos?

En el modelo hegemónico, sí. Concibe la seguridad como un derecho “contra”: mi seguridad contra tu libertad, mi seguridad contra mi propia libertad, mi seguridad contra la seguridad de otros ciudadanos definidos como “peligrosos”. Porque, ¿quién se ocupa de la seguridad de las prostitutas de la calle Montera? ¿Quién se ocupa de la seguridad del que va a comprar droga a un poblado marginal porque en el centro ya no se puede encontrar? Pero realmente, la seguridad entendida como securitas, es decir, como cuidado de sí, no sólo no es contraria a la libertad, sino que está ligada a ella. Una ciudad segura es una ciudad donde el tránsito es libre, donde podemos expresarnos, donde no existen relaciones de opresión, etc. Empezando por la libertad y la seguridad de las mujeres. Si hay dos franjas de población que podrían hablar de manera muy diferenciada de sus necesidades de seguridad son los hombres y las mujeres, aunque hay muchos hombres que por su edad y su condición tienen necesidades de seguridad muy parecidas a las de las mujeres (los hombres mayores, los niños, los hombres con algún problema de movilidad…). Pero hablando en general existe esa diferencia.

¿Qué tipo de ciudad construye este modelo hegemónico de seguridad?

Construye una seguridad más virtual que real en una ciudad disciplinada, en la cual los espacios públicos son referente de inseguridad porque son lugares de encuentro entre ciudadanía potencialmente diversa. Por tanto se conciben como espacios de circulación y no de relación. Construye una ciudad donde hay “islotes de seguridad”: zonas defendibles, urbanizaciones que viven hacia dentro, centros comeciales tipo panóptico, etc. Islotes de seguridad en un espacio bastante esterilizado, poco dado a la confluencia de personas, al encuentro espontáneo entre personas…

¿Lo que se teme es la relación?

La relación entre desconocidos en el espacio público. En la experiencia de las mujeres hay relaciones muy peligrosas, pero suelen ser entre conocidos y en espacio privado: laboral o doméstico. Sin embargo, este sistema ha tomado más la experiencia masculina que dice que la inseguridad viene más bien del encuentro entre desconocidos en el espacio público. No sólo la experiencia masculina, sino la experiencia masculina de un hombre de clase media, motorizado por lo general, propietario…

¿Dices que ese modelo hegemónico de seguridad se puede calificar de masculino?

Digo que es un modelo que encaja más con las fuentes de inseguridad masculinas que con las femeninas. Las fuentes de inseguridad de las mujeres son más diversas, como también lo es su uso de la ciudad. En general los hombres hacen un uso más pendular de la ciudad (casa-trabajo-centro comercial), mientras que las mujeres nos movemos por la ciudad de modo más reticular, precisamente porque la vida nos hace desempeñar tereas más complejas (de cuidados, en el trabajo, el ocio…). Concebir la seguridad asociada estrechamente a la criminalidad callejera contra la propiedad, obviando otras fuentes de inseguridad, encaja más con el estilo de vida masculino de un determinado, como ya digo, tipo de hombre: clase media, propietario que tiene que defender su propiedad, etc. Por supuesto hay hombres que tienen otras necesidades de seguridad, pero que son excluidos de ese modelo hegemónico.

En la última novela de Isaac Rosa, que trata la cuestión del miedo, el protagonista es uno de esos ciudadanos-tipos de que hablas (hombre, clase media, propietario…). Sin embargo, tiene dentro todos los miedos imaginables. ¿Crees que el modelo hegemónico de seguridad protege siquiera a quien dice proteger?

Yo diría que el modelo hegemónico de seguridad trata de inocular ese miedo. Este modelo no tendría justificación sin el miedo. El miedo del ciudadano es el ingrediente básico que le da sentido. Como dice un amigo, no hay sociedad más disciplinada que la que tiene miedo y está hipotecada. Ciudadanos con hipoteca y con miedo son ciudadanos más fáciles de gobernar. La novela de Isaac Rosa muestra muy bien lo potente de lo simbólico de las políticas de seguridad, qué bien les viene el miedo, la búsqueda de chivos expiatorios… Incluso gente como el protagonista de la novela, más o menos de izquierdas, sienten en su fuero interno un rechazo a esos sectores excluidos porque son “el otro” queramos o no queramos.

Además, estos ciudadanos-tipo, hombres de clase media, etc., son también más victimizados en el espacio público que las mujeres. ¿Qué sucede? Las mujeres aprendemos muy pronto a auto-protegernos, a no transitar por determinados lugares. Los hombres van más seguros y eso les hace enfrentarse más a menudo objetivamente con el peligro. Las mujeres mamamos todas esas medidas de auto-protección. Pero eso no es inocuo, sino que tiene un gran coste para nuestra libertad de tránsito por la ciudad, nuestra auto-confianza y la confianza en las personas desconocidas. Nos han enseñado que hay que temer muchas más cosas, que tienes que defenderte de muchas más cosas en el espacio público. El cuento de Caperucita es un cuento escrito para mujeres, todo eso se transmite de generación en generación.

¿Tememos a cualquiera, un peligro que viene de cualquiera, o a “grupos-riesgo” determinados?

El trabajo depurado del modelo hegemónico de seguridad es canalizar nuestros miedos difusos hacia determinados colectivos bien visibles y diferenciados, unas determinadas acciones, etc. Las diferencias no sólo se dan entre la población autóctona y la migrante, sino también entre los diferentes colectivos migrantes. Esas inseguridades que no logramos canalizar por otros lados se canalizan ahí. El círculo se cierra bastante bien. Es más una espiral que un círculo: cuanto más malestar, más política represiva “contra” reclamo o tolero o justifico, pero todo ello me hace estar más alerta. En realidad no se ofrece verdaderamente una solución, porque se necesita el miedo como caldo de cultivo. ¿Y para qué sirve todo esto? Para mantener el statu quo, las relaciones de poder de género, de clase y de etnia: control migratorio policial, control de los barrios, imposición de nuevas fromas de vida urbana que sin ese miedo serían tan aburridas que la ciudadanía las rechazaría… Hay que vivir con mucho miedo para querer vivir en un búnker.

Hablas de inventar otra seguridad, una seguridad que llamas “relacional”, ¿qué significa esto?

Frente al espacio público esterilizado, frente a las políticas represivas y de exclusión social, frente a la seguridad de arriba a abajo, hay que oponer una seguridad basada en el encuentro, la relación y el diálogo. Se trata de pensar la seguridad, no como un derecho “contra”, sino como un gran pacto de convivencia entre los diferentes “cuidados de sí” de una ciudadanía múltiple y diversa. Un pacto donde una parte de la ciudadanía no imponga a otra sus necesidades de seguridad o le eche a la cara sus miedos, sino mediante el que sea posible encontrarse, hablar de los miedos, poder bucear en nuestras realidades hasta llegar a las raíces reales de nuestro malestar e inseguridad, plantearnos qué es lo que me resulta agresivo u opresivo del otro, empezando por las relaciones personales y siguiendo por las relaciones más grupales, pero a partir del cuestionamiento de las relaciones de género, laborales, de uso del espacio público, etc. Otra seguridad pasa por saber, por tener la confianza de que si te pasa cualquier cosa en la calle, está el tendero de la esquina, la vecina del quinto o el del bar de abajo, que siempre hay gente cerca con la que puedo contar. Si la ciudadanía se reapropia de las aceras y las calles, la seguridad vendrá por añadidura. Pero si las abandonamos a la policía y las cámaras de seguridad, ocurrirá lo que ya pasa en muchos barrios donde la gente vive atrincherada en sus domicilios.

¿Hay experiencias concretas que den ejemplo de esta otra seguridad?

Hace ya años, desde la década de los 90, a partir de experiencias en municipios canadienses, se empezó a trabajar lo que se llama “mapas de inseguridad desde el punto de vista de las mujeres”. En los municipios vascos se está elaborando un “mapa de la ciudad prohibida”. Las mujeres hablan sobre sus miedos, sus modos de circular por la ciudad, sus formas de relacionarse. Ya no es un policía quien define mi miedo, sino que tengo que decirlo yo y además hablarlo con mis vecinas. Al mismo tiempo se realizan “caminatas” colectivas de reencuentro y reapropiación de espacios públicos normalmente vedados a las mujeres por razones varias (su situación objetiva, razones culturales…). Todo esto parte del convencimiento de algunas organizaciones de mujeres de que el espacio público no es vivido de la misma manera por mujeres y hombres, porque en muchos casos las mujeres tienen miedos difusos que, sumados a las experiencias de auto-protección aprendidas desde la infancia, hacen que no transitemos libremente por el espacio público (aunque por otro lado hacen que tengamos un radar más sensible hacia espacios desagradables, mal cuidados, mal iluminados, etc.).

Hay una parte muy interesante en estas iniciativas, que es la participación directa de la ciudadanía en la definición colectiva de sus miedos y formas de seguridad. Hay otras partes que no me convencen tanto, como lo que se llama “prevención situacional”: pensar que por poner dos farolas en una calle, el tema de la seguridad está resuelto. Hay quien plantea este tipo de mapas como maneras de detectar espacios hostiles, entonces se pone algún artilugio en ellas y punto. Un ejemplo de cómo se pueden pervertir estas iniciativas es el mapa de la seguridad de Madrid. Plantea, a partir de estrategias concebidas en despachos por arquitectas, funcionarios de la administración y policía municipal, talar por ejemplo determinados árboles porque podían ser focos de inseguridad, iluminar mejor una calle, etc. No se va a la raíz, sino a esterilizar el espacio. Se piensa revitalizar los centros de las ciudades, el comercio tradicional o el pequeño comercio. Políticas de mezcla de usos se llaman. Vale, muy bien. No hay nada más inseguro que una calle vacía. Pero todo esto, ¿a costa de quién? Las mujeres que se prostituían en la calle Montera han llegado expulsadas a zonas como los polígonos de Villaverde, Fuanlabrada, etc. Allí no las molesta la policía, pero ahora están más desprotegidas, son más vulnerables a la agresión de un chulo, de un cliente. En la “prevención situacional” prima lo estético: mejor ocultar algunas cosas aunque sea en detrimento de la seguridad de estas mujeres.

Pienso que la mejor solución pasa porque la gente se reapropie de los espacios, los repiense, exprese qué siente seguro o inseguro, lo comparta con otros, etc. En Italia se han lanzado también iniciativas de mediación inter-grupal: procesos para pensar cómo se plantea el espacio de tal manera que ningún grupo se sintiese excluido.

¿Qué piensas de esas iniciativas de mediación, que parten muchas veces de las instituciones? ¿Son algo más que parches?

Todo lo que tenga que ver con crear puentes de diálogo añade complejidad y eso me parece bien. Es más complejo dialogar que excluir e imponer. Es verdad que cuando existe una cultura, alimentada desde lo institucional, de racismo, xenofobia, miedo al otro, es muy difícil que luego se establezca una figura de mediación inter-grupal que sea recibida con los brazos abiertos y que todo fluya como la seda. Las políticas y los mensajes institucionales van por un lado y por otro van estas pequeñas iniciativas casi marginales que son las que habría que potenciar. Cuando la centralidad de las políticas lleva un enfoque excluyente, que incluso se podría calificar de “xenofobia institucional”, ¿cómo entender luego esas otras figuras? Pueden ser un simple escaparate (”mira lo modernos que somos y lo que estamos haciendo por la integración en el barrio”), o bien funcionar como simple válvula de escape de conflictos vecinales muy explosivos. Eso es cierto. La alternativa desde mi punto de vista pasaría por un replanteamiento muy de raíz que tome la relación con el otro como algo fundamental, no como algo que no tiene remedio pero que ojalá no se diera. Todo esto supondría delegar mucho menos en las estrategias de control formal (policía, juzgados, etc.), que deberían estár ahí sólo para gestionar situaciones extremas. Pero esas otras inseguridades de las que hemos hablado deberían elaborarse desde la cercanía, la participación, la relación, etc. Así desentrañaríamos esas raíces más profundas.

Los miedos de los que hablas, ¿son virtuales o tienen una base real?

Yo no digo que esos miedos no tengan una base real, que no tengan que ver por ejemplo con el hecho de tener que compatibilizar de pronto el uso del espacio público con un grupo de ciudadanos que ha venido nuevo y que a mí me resulta hostil. Yo no digo que eso no sea realidad en muchos barrios. Pero creo que la virtualidad empieza cuando los medios de comunicación o determinadas políticas me hacen ver a ese vecino nuevo como un potencial delincuente. A lo mejor alguno lo será, pero no todos. Sin embargo, lo virtual es que yo represento en mi imaginario a ese grupo de personas como un colectivo que me va a hacer mal. Ahí está la desconexión con lo real y ahí es donde habría que trabajar. Evidentemente los problemas están y cuanto más complejo es un vecindario, más problemas de relación tiene, pero también más riqueza. Reducir esa complejidad mediante fórmulas simples que dividen la ciudadanía en buenos y malos, los que tienen derecho a ocupar el espacio público y los que no… Precisamente porque hay complejidad, muchas más instancias deberían ser convocadas a la participación, no sólo la policía, como ocurre en el modelo hegemónico de seguridad. También figuras vecinales, organizaciones, ciudadanía en general, comerciantes… Una dinamización espontánea del espacio público daría mucha más seguridad al barrio que las políticas de control maquilladas con alguna figura de dinamizador cultural con un margen estrechísimo de maniobra. Si la ciudadanía se hace propietaria de las aceras y las calles, la seguridad vendrá por añadidura.

¿Qué piensas de medidas como la de los taxis rosas?

Los taxis rosas son una iniciativa italiana que se ha extendido. Me recuerda a la iniciativa de Ciudad de Méjico de separar los vagones de metro para hombres y mujeres. Luego la copió Japón. Esas intervenciones pueden servir para poner de relieve que la seguridad de las mujeres pasa por la ausencia de violencia masculina. Según varios estudios, el referente de inseguridad de la mujer siempre es un hombre. En el espacio público y en el privado, claro. Los hombres también citan a otros hombres como referentes de inseguridad. Esas medidas que citas son -o deberían ser- coyunturales, forzadas, pero pueden poner de relieve y visibilizar de modo atroz una realidad: las mujeres se enfrentan en el espacio público a violencias masculinas en mucha proporción y los transportes públicos son algunos de los focos de violencia masculina más intensos. Si esas medidas sirven para visibilizar esto, bienvenidas sean. Pero debería profundizarse bastante más: ir a causas, a raíces, a esas socializaciones de las mujeres que decíamos que nos llevan a confiar y desconfiar en la persona equivocada.

 
 
31/01/10

En 1963, el historiador Howard Zinn fue despedido del Spelman College de Atlanta, en el estado norteamericano de Georgia, donde oficiaba como catedrático en el Departamento de Historia, a causa de su activismo en torno a los derechos civiles. En el año 2005, fue invitado a regresar para pronunciar el discurso de graduación. Este es el brillante y conmovedor texto de su discurso, pronunciado el 15 de mayo de ese año, y que reproducimos en Sin Permiso como homenaje al gran historiador y luchador político que desapareció la pasada semana a los 87 años.  

Me siento profundamente honrado por haber sido invitado a volver a Spelman después de 42 años. Me gustaría dar las gracias al cuerpo docente y los miembros del Consejo que votaron a favor de esta invitación que se me hace, y especialmente a su presidenta, la doctora Beverly Tatum. Además, es un privilegio especial estar aquí con Diahann Carroll y Virginia Davis Floyd.

Pero un día como este es vuestro: hoy os licenciáis como estudiantes. Para vosotros y vuestras familias es un día feliz. Sé que tenéis vuestras esperanzas para el futuro, de modo que puede ser un tanto presuntuoso deciros cuáles son las esperanzas que tengo yo depositadas en vosotros, pero son exactamente las mismas que tengo en el caso de mis nietos.  

La primera esperanza que tengo es que no os veáis desalentados por el aspecto que presenta el mundo en este momento. Es fácil sentirse desanimado, porque nuestra nación se encuentra en guerra, — otra guerra más, guerra tras guerra — y nuestro gobierno parece determinado a extender su imperio aun a costa de las vidas de decenas de miles de seres humanos. En este país hay pobreza, y personas sin techo, y gente que carece de atención médica, y aulas abarrotadas, pero nuestro gobierno, que tiene a su disposición billones de dólares, se gasta su opulencia en guerras. Hay un millar de millones de personas en África, Asia, América Latina y Oriente Medio que necesitan agua limpia y medicinas para combatir la malaria, la tuberculosis y el SIDA, pero nuestro gobierno, que dispone de miles de armas nucleares, sigue experimentando con armas nucleares aun más mortíferas. Sí, resulta fácil descorazonarse con todo esto.

Pero permitidme deciros por qué, pese a lo que acabo de describir, no debéis sentiros desanimados.

Quiero recordaros que hace cincuenta años la segregación racial estaba tan fuertemente arraigada aquí en el Sur como lo estaba el apartheid en Sudáfrica. El gobierno nacional, aun con presidentes liberales como Kennedy y Johnson en el poder, miraba hacia otro lado mientras se golpeaba, se asesinaba y se negaba la oportunidad de votar a las personas negras. De modo que las personas negras del Sur decidieron que tenían que hacer algo por sí mismas. Iniciaron boicots, sentadas, piquetes y manifestaciones, y fueron golpeadas y encarceladas, y algunas fueron asesinadas, pero sus gritos de libertad se oyeron por todo el país y en todo el mundo, y el Presidente y el Congreso hicieron finalmente lo que antes no habían conseguido: aplicar las enmiendas número 14 y 15 de la Constitución. Mucha gente había dicho: el Sur nunca cambiará. Pero sí que cambió. Cambió porque la gente corriente se organizó y se arriesgó y desafió al sistema y no cejó. Fue entonces cuando la democracia revivió.

Quiero recordaros también que cuando se estaba librando la Guerra de Vietnam, y los jóvenes norteamericanos iban muriendo y volvían a casa paralizados, y nuestro gobierno bombardeaba las aldeas vietnamitas — dejando caer bombas sobre escuelas y hospitales y matando gente normal en gran número — parecía que no hubiera esperanza de detener la guerra. Pero como en el caso del movimiento del Sur, la gente empezó a protestar y enseguida la protesta prendió. Se trataba de un movimiento de toda la nación. Los soldados regresaron y denunciaron la guerra, los jóvenes se negaron a ingresar en el ejército, y la guerra tuvo que terminar.

La lección que esa historia entraña es que no debemos desesperar, que si tienes razón y te empeñas, las cosas cambiarán. Puede que el gobierno intente engañar a la gente, puede que los diarios y la televisión hagan lo propio, pero la verdad siempre halla el modo de salir a la luz. La verdad tiene un poder mayor el que de cien mentiras. Sé que tenéis cuestiones practicas que atender: conseguir un empleo, casaros, tener niños. Puede que alcancéis una próspera posición y se juzgue que habéis tenido éxito según la definición de éxito de nuestra sociedad, por riqueza, posición o prestigio. Pero eso no basta para una buena vida.

Recordemos el relato de Tolstoi, La muerte de Ivan Ilich. Un hombre reflexiona sobre su vida en su lecho de muerte, sobre cómo obró correctamente en todo, obedeció las normas, se hizo juez, se casó, tuvo hijos, y se le consideró un éxito. Sin embargo, en sus últimas horas, se pregunta por qué se siente fracasado. Después de convertirse en célebre novelista, el mismo Tolstoi decidió que eso no bastaba, que debía hablar contra el trato que se daba a los campesinos rusos, que debía escribir contra la guerra y el militarismo.    

Tengo la esperanza de que sea lo que sea que hagáis por conseguir una buena vida  — ya seáis profesores, trabajadores sociales, gentes de empresa, abogados, poetas o científicos —dediquéis una parte de vuestra vida a hacer de éste un mundo mejor para vuestros niños, para todos los niños. Tengo la esperanza de que vuestra generación exija la terminación de la guerra, que vuestra generación haga algo que no se ha hecho todavía en la historia y borre las fronteras que nos separan de otros seres humanos sobre esta Tierra. 

No hace mucho vi una foto de portada del New York Times que no me puedo quitar de la cabeza. Mostraba a varios norteamericanos corrientes sentados en sillas en la frontera meridional de Arizona con México. Sostenían escopetas a la busca de mexicanos que pudieran intentar cruzar el límite con los Estados Unidos. Esto me resultó horrendo: el darme cuenta de que en este siglo XXI de lo que llamamos «civilización,» hemos recortado lo que decimos que es un solo mundo en doscientas entidades creadas artificialmente a las que llamamos «naciones» y estamos dispuestos a matar a cualquiera que cruce una frontera.

¿No es el nacionalismo — esa devoción a una bandera, a un himno, a una frontera, tan feroz que conduce al asesinato — uno de los grandes males de nuestro tiempo, junto al racismo, junto al odio religioso? Estas formas de pensar, cultivadas, nutridas, adoctrinadas desde la infancia en adelante, han sido útiles a quienes están en el poder, mortales para quienes no están en él.   

Aquí en los Estados Unidos nos educan de modo que creamos que nuestra nación es diferente de las demás, una excepción en el mundo, de una moralidad única; para que nos extendamos por otras tierras a fin de llevar la civilización, la libertad, la democracia. Pero si sabéis algo de historia, sabéis que no es verdad. Si sabéis algo de historia, sabéis que masacramos a los indios de este continente, que invadimos México, enviamos ejércitos a Cuba y las Filipinas. Asesinamos a un número ingente de personas, y no les llevamos democracia o libertad. No fuimos a Vietnam a llevar democracia; no invadimos Panamá para acabar con el narcotráfico; no invadimos Afganistán e Irak para detener el terrorismo. Nuestros objetivos eran los objetivos de todos los demás imperios de la historia del mundo: mayores beneficios para las empresas, mayor poder para los políticos.   

Nuestros poetas y artistas parecen tener una comprensión más clara de la enfermedad del nacionalismo. Quizás los poetas negros están menos cautivados por las virtudes de la «libertad» y la «democracia», habiendo disfrutado tan poco de ellas su propio pueblo. El gran poeta afroamericano Langston Hughes se dirigió a su país de este modo:  

You really haven’t been a virgin for so long.
It’s ludicrous to keep up the pretext.

You’ve slept with all the big powers
In military uniforms,
And you’ve taken the sweet life
Of all the little brown fellows.

Being one of the world’s big vampires,
Why don’t you come on out and say so
Like Japan, and England, and France,
And all the other nymphomaniacs of power.

(Lo cierto es que no has sido virgen tanto tiempo. / Es ridículo seguir con el pretexto. / Te acostaste con todas las grandes potencias / Con uniformes militares, / Y arrebataste la dulce vida / De todos los hombrecillos morenos. / Siendo uno de los grandes vampiros mundiales, / Por qué no sales y lo dices / Igual que Inglaterra, Japón, Francia / Y todas las demás ninfómanas del poder.) 

Soy veterano de la Segunda Guerra Mundial, considerada como «una guerra de las buenas», pero he llegado a la conclusión de que la guerra no soluciona ningún problema fundamental y sólo conduce a más guerras. La guerra envenena la mente de los soldados, les lleva a matar y torturar, y corrompe el alma de la nación.

Tengo la esperanza de que vuestra generación exija que sus hijos se críen en un mundo sin guerra. Si queremos un mundo en el que la gente de todos los países sean hermanos y hermanas, si consideramos a los niños del mundo como niños nuestros, entonces la guerra,  —en la que los niños son siempre las mayores víctimas — no puede aceptarse como medio de resolver problemas.  

Pasé siete años como miembro del cuerpo docente del Spelman College, entre 1956 y 1963. Fue una época reconfortante, pues los amigos que hicimos en aquellos años lo han seguido siendo todos estos años. Mi mujer, Roslyn, y yo y nuestros dos hijos vivíamos en el campus. Y a veces cuando íbamos a la ciudad, los blancos nos preguntaban: ¿cómo se vive entre la comunidad negra? Era difícil explicarlo. Pero una cosa sí sabíamos: que en el centro de Atlanta nos sentíamos como en terreno extraño, y cuando volvíamos al campus de Spelman, nos sentíamos en casa.

Aquellos años en Spelman fueron los más emocionantes de mi vida, desde luego los más educativos. Fueron los años del gran movimiento sureño contra la segregación racial, y yo me comprometí con él en Atlanta, en Albany, Georgia, en Selma, Alabama, en Hattiesburg, Mississippi, y en Greenwood e Itta Bena y Jackson.

Aprendí algo sobre la democracia: que no viene del gobierno ni llega de lo alto, viene de la gente que se une y lucha por la justicia. Aprendí algunas cosas sobre la raza, aprendí algo de lo que cualquier persona inteligente se da cuenta en un cierto momento: que la raza es algo fabricado, una cosa artificial, y aunque la raza importa  (tal como ha escrito Cornel West), importa sólo porque cierta gente quiere que importe, del mismo modo que el nacionalismo es algo artificial. Aprendí que lo que realmente importa es que todos nosotros — de cualquiera de las llamadas razas y las llamadas nacionalidades — seamos seres humanos y nos apreciemos unos a otros.

Tuve la suerte de estar en Spelman en un momento en el que pude ser testigo de una maravillosa transformación en mis alumnos, tan corteses, tan sosegados, y que de pronto comenzaron a salir del campus e ir a la ciudad y participar en sentadas, ser detenidos, y a salir de la cárcel llenos de fuego y rebeldía. Podéis leerlo en en el libro de Harry Lefever Undaunted By The Fight: Spelman College and the Civil Rights Movement, 1957-1967.

Cierto día, Marian Wright (hoy Marian Wright Edelman), que era alumna mía en Spelman, y fue una de las primeras detenidas en las sentadas de Atlanta, vino a nuestra casa del campus para mostrarnos una petición que iba a fijar en el tablón de anuncios de su residencia. El encabezamiento resumía la transformación que se estaba produciendo en el Spelman College. Marian comenzaba así la petición: «Señoritas que quieran participar en piquetes, por favor firmar aquí».

Tengo la esperanza de que no os contentéis sólo con tener éxito del modo en que la sociedad mide el éxito; que no obedezcáis las reglas cuando las reglas son injustas, que saquéis fuera el valor que sé que está dentro de vosotros. Hay gente magnífica, blancos y negros, que nos servirán de modelo. Y no me refiero a afroamericanos como Condoleezza Rice, o Colin Powell, o Clarence Thomas, que se han convertido en servidores de los ricos y los poderosos. Me refiero a W.E.B. DuBois y Martin Luther King y Malcolm X y Marian Wright Edelman, y James Baldwin y Josephine Baker y ltambién a la buena gente blanca, que desafío el orden establecido para trabajar en pro de la paz y la justicia.

Otra de mis alumnas de Spelman, Alice Walker, que, al igual que Marian, ha seguido siendo amiga nuestra todos estos años, procedía de una familia de arrendatarios rurales de Eatonton, en Georgia, y se convirtió en una escritora célebre. En uno de sus primeros poemas publicados, escribió:  

It is true —
I’ve always loved
the daring
ones
Like the Black young
man
Who tried
to crash
All barriers
at once,
wanted to swim
At a white
beach (in Alabama)
Nude.

(Es verdad: / Me han gustado siempre / los atrevidos / Como el joven negro / Que trató / de romper / Todas las barreras / de una vez, / quiso nadar / en una playa blanca (en Alabama) / Desnudo.)

No estoy sugiriendo que lleguéis tan lejos, pero podéis ayudar a derribar barreras, desde luego las de raza, pero también las del nacionalismo; que hagáis lo que podáis hacer, no tenéis que hacer nada heroico, solamente algo, unidos a otros millones que harán solamente algo, porque todos esos «algo» se juntan, en ciertos momentos de la historia, y mejoran el mundo.   

La maravillosa escritora afroamericana Zora Neale Hurston, que no quería hacer lo que la gente blanca quería que ella hiciera, que insistía en ser ella misma, contaba que su madre le dio este consejo: Da un salto a por el sol; puede que no llegues, pero al menos te levantará del suelo.

Al estar aquí hoy, estáis ya sobres los pies, listos para dar el salto. Espero que tengáis una buena vida.

Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón