A VUELTAS CON LA CUESTIÓN NACIONAL”.(1)

Carlos Taibo. El otro día te escuché decir, José Luis, que del grupo de senadores de designación real en 1978 tú y Domingo García Sabell habíais sido los únicos que habíais defendido el derecho de autodeterminación. La verdad es que no me sorprende. Pero una de las preguntas que tiene uno que hacerse es qué tipo de discurso racional es éste, el dominante entre nosotros, que parece considerar que los Estados son sagrados y que no hay ningún problema político cuando en el ámbito de una comunidad humana –por difícil que sea establecer qué cabe entender por ésta – hay una parte significada de la población que se siente incómoda en el Estado en el que vive.

Me parece recordar que tú decías que, si hay un problema, habrá que buscarle solución a ese problema, de tal suerte que no hay nada peor que negar, simplemente, el problema y afirmar que no hay ninguna posibilidad de resolverlo.

José Luis Sampedro. Si uno crece en la libertad humana y la defiende, si uno cree en la libertad de la persona, tiene que reconocerle a ésta el derecho a asociarse con quien quiera, y a desasocierse pacíficamente cuando esté incómodo. El divorcio es una aplicación de este principio, como lo es la construcción de la propia Unión Europea. ¿Con qué derecho se habla de movimientos integradores y no se puede hablar, en cambio, de movimientos desintegradores?.

Mi yerno, que sabe muchísimo de derecho internacional, me explicó un día lo difícil que es fijar el sujeto del derecho de autodeterminación. Si se hace un referéndum y un cuarenta y nueve por ciento dice que sí o que no, ¿cómo se fuerza a esa cuantiosa minoría a aceptar lo que no desea?. Yo no lo sé, pero, si se han resuelto numerosos problemas jurídicos, ¿por qué no se habría de resolver también éste?. Lo que sí te digo es que yo defiendo el derecho de autodeterminación y lo defendí, es cierto, en la discusión de nuestra Constitución vigente. Para mí ese derecho es un aspecto inseparable de la libertad individual. Y esto remite, claro, a lo de los nacionalismos.

CT.Sí.

JLS. Primero hay que subrayar lo dificilísimo que es precisar qué es nación y qué no es nación. Por ejemplo, en este momento histórico español yo estoy convencido de que Cataluña es –con arreglo a la idea que caso todos tenemos de lo que es una nación- una nación- Porque, si es una nación holanda, no sé por qué no habría de serlo Cataluña: tiene un idioma, tiene una cultura, tiene una herencia y hay un sentimiento colectivo.

Ahora, que la Constitución española no lo reconozca, ésa es otra cuestión completamente distinta. Pero ¿qué es una nación?. Hombre, pues es difícil de precisar. Me limitaré a formular la impresión de que es un conjunto de personas que creen, que sostienen, que están convencidas de compartir una vida común, con unos rasgos distintivos que los hacen diferentes a otros. Pero lo mismo pasa con Aragón, por ejemplo, y la prueba es que hay chistes perfectamente nacionalizados: el arquetipo del aragonés, el del gallego, el del catalán, el del andaluz… . Todo esto significa que hay unos modelos y que se estima que quienes se atienen a tales modelos constituyen un vínculo.

Pero esto me parece que forma parte de una teoría general de grupos, una teoría de conjuntos humanos. Una cosa es reconocer ciertos conjuntos y otra declararlos exclusivos e incompatibles con todos los demás. Para mí ése el el problema.

El de nación es un concepto que, creo, surgió después de la Revolución Francesa: el pueble en armas, la nación y todo eso. Muy bien, pero una cosa es tener un sentido de identidad individual, que es necesario. Una cosa es identificarse con un grupo y realmente, disfrutar de un sentido de identidad. Eso es importante porque es un poco el soporte de uno mismo, y permite saber quién es uno: pues soy como éstos. Y otra cosa es crear esa identidad y declararla incompatible con la de los demás: ahí es donde aparece lo peor de los nacionalismos. Cuando alguien afirma “yo soy catalán” y, por serlo, agrega: “No puedo reunirrme con los aragoneses o con los otros”. Ése es el problema. Pero , tú, Carlos, has trabajado esos temas más que yo.

CT. Rescato dos elementos que han pasado, mal que bien, por tus observaciones- El primero hace referencia a la palabra nación y, tal vez, a la palabra nacionalismo. Me interesa subrayar que cada cual puede poner dentro de esos vocablos lo que desee.

Si asumimos un ejercicio de prospección histórica tendremos inmediatamente la posibilidad de comprobar cómo el significado más común atribuido a la palabra nacionalismo ha cambiado con el tiempo. En el período de entreguerras , el referente simbólico fundamental de los nacionalismos eran los fascismos italiano, alemán y, llegado el caso, español. En el decenio de 1960, sin embargo, la palabra nacionalismo se vinculó con mucha mayor frecuencia con los movimientos de liberación nacional existentes en el Tercer Mundo, que pasaron a asumir el protagonismo fundamental. Y en el momento presete, y esto lo digo con alguna cautela, parece como si nos encontrásemos ante un creciente vigor de la palabra nacionalismo vinculado con las demandas de la naciones sin Estado, empeñadas en reaccionar por añadidura – creo yo que las más de las veces de forma legítima – ante determinadas secuelas de la dimensión homogeneizadora de la globalización. Por eso he dicho antes que cada cual es libre de utilizar referentes simbólicos extremadamente diferentes a la hora de hablar de los nacionalismos.

Acabo, sin embargo, de llamar la atención sobre algo que es importante que nunca olvidemos: a menudo, en nuestro maltrecho debate público sobre estas cosas, cuando se habla de naciones y de nacionalismos se piensa en exclusiva en la periferia peninsular y se olvida que existe también, claro, un nacionalismo de Estado. Me interesa muy mucho subrayar que ese nacionalismo de Estado ha pervivido pese a la Constitución de 1978. Hay quien parece pensar que el nacionalismo español desapareció del horizonte en la medida en que se generaron reglas del juego aparentemente respetuosas de los derechos ajenos.

Bueno, pues yo tengo la certeza de que existe, y a flor de piel, un nacionalismo español de enorme influencia. Y debo subrayar que no me estoy refiriendo al nacionalismo de ultramontano de los grupos de extrema derecha. Me refiero a un nacionalismo que pervive en la vida cotidiana de la sociedad y que se manifiesta, bien es cierto, a través de procedimientos triviales, pero que al final es probablemente tan inquietante como muchas de las práctica que quienes lo transmiten aprecian en exclusiva en los otros.

JLS. Lo único que les interesa es la censura de los otros. La bien conocida actitud de ver la paja en el ojo ajeno y la viga en el propio.

CT. Menciono la segunda cuestión. Hace unos días escribí un artículo en El Periódico de Cataluña. Siempre que uno se refiere a estas cosas consigue convertirse, sin quererlo, en el objeto de muchas diatribas. ¿Cuál era la tesis que defendía? Venía a decir que, en relación con este debate de la nación en el Estatuto de Cataluña, hay dos manera razonables de pensar. La primera, que es perfectamente legítima, considera que las naciones no existen y que son –retomemos el tópico académico- comunidades imaginadas, encaminadas a defender determinados intereses y a propiciar inevitablemente exclusiones. Esta visión es muy respetable pero tiene que ser consecuente: todas las naciones deben ser, entonces, objeto de rechazo. Lo digo porque, claro, el discurso que defienden entre nosotros el Partido Popular y determinados prohombres del Partido Socialista afirma, por un dado, que las naciones nos retrotraen a la Edad Media, a las tribus, a las ordalías, para después, sorprendentemente, postular la existencia de una nación española. Supongo que, si la posición teórica es la descrita, a cualquier persona normal le dejará un poco perpleja esta última conclusión.

El segundo de los criterios razonables afirma que las naciones son, sí, comunidades imaginadas pero que, como quiera que todo lo generado por la especie humana es producto de un artificio, no hay en principio mayor pecado en ello.

JLS. Es la realidad.

CT. O puede serlo. Entonces pareceríamos llamados a aceptar que hay muchas comunidades y que es legítimo que cada cual se identifique con uno u otro de esos discursos nacionales. Es legítimo que en Cataluña se sostenga que hay una nación, como es legítimo también que otras personas sostengan que existe una nación española. Se supone que el procedimiento par dirimir las eventuales diferencias es que pasa por discutir democráticamente, de tal suerte que aquel que consiga sacar adelante su proyecto con mayor apoyo democrático se llevará el gato al agua. ¿Cómo ves tú esta cuestión?

JLS. Para empezar lo que veo es, sobre todo, la inmadurez política de mucha gente, y en particular la de muchos que ocupan altos cargos. Esta inmadurez se ha agravado, creo, en la etapa de Aznar, que ha sido nefasta, en términos de retroeducación política.

El hecho de que la reacción de la dirección del Partido Popular ante la propuesta de reforma del Estatuto catalán haya consistido en señalar que aquélla supone una reforma constitucional no tiene, a mi juicio, ni pies ni cabeza. Porque lo cierto es que, dentro de la legalidad, el parlamento catalán formula un proyecto, dentro de la legalidad lo remite al parlamento español y dentro de la legalidad del parlamento español hará lo que estime conveniente y ajustado a derecho. Pero afirmar que estamos ante un proyecto de reforma de la Constitución es ganas de llevar las cosas a un terreno en el que pueden exacerbarse mucho más los sentimientos del nacionalismo español.

Además, ¿es que la Constitución es sagrada? ¿Es que la Constitución española no se puede reformar? Es lamentable la posición de quienes piensan que la Constitución es intocable.

¿Por qué no va a poder formularse una petición de reforma de la Constitución? Pero, claro, los detractores del proyecto de la reforma del Estatuto catalán lo que pretenden es acusar de alevosía a los defensores de aquél. Es que lo que ustedes quieren –dicen- no es sacar adelante el Estatuto: lo que quieren es destrozar España, porque ustedes son separatistas… Se trata, en otras palabras, de provocar la manifestación de sentimientos primarios. Eso es lo más importante.

CT. Hay, además, un problema político obvio cuando llega un texto refrendado por el 88 por ciento de los diputados que toman asiento en el parlamento catalán. Supongo que esto debería hacernos pensar: la idea de que es imperativo revisar este texto, por presunta obligación, parece una regla discutible.

Quiero ir, de todas maneras, a otra cuestión vinculada, en muchos sentidos, con la economía. Corre por ahí una crítica, muy común, de los nacionalismos que viene a decir que éstos obedecen siempre a los intereses de las burguesías nacionales correspondientes –o de las elites dirigentes -,algo que, por lógica, se traduciría en comportamientos muy poco solidarios. Aunque sería absurdo negar que tal problema existe, bien que con intensidades diferentes según lugares y momentos, es necesario desprenderse de lamentables criterios de doble rasero.

Recuerdo que, años atrás, a Jordi Pujol, entonces presidente de la Generalitat de Cataluña, se le criticaba mucho porque, se decía, quería reservar para Cataluña un conjunto de privilegios que implicaban una discriminación para el resto de los ciudadanos españoles. Pero, claro, cuando el ex presidente del gobierno español, José María Aznar, acudía a Bruselas y pretendía preservar- vamos a suponer al menos que era así- un sinfín de ventajas para España, resultaba que Aznar era un personaje cabal que estaba defendiendo, legítimamente, nuestro intereses. Me parece que no hay manera de casar semejantes reflexiones: lo que es malo en un caso será malo, también, en el otro.

Algo semejante me parece que ocurre en lo que se refiere a determinadas disputas sobre el criterio de solidaridad que –se nos cuenta- debe imperar en el Estado autonó9mico español. Hay que preguntarse si no les falta razón a aquellas fuerzas políticas catalanas o vascas que estiman que la solidaridad debe ejercerse, ante todo, con aquellos que más necesitados están. Si en la España presuntamente liberada de estos problemas –la de Rajoy, la de Bono y la de Rodríguez Ibarra- no hay un discurso nacional y nacionalista, de por medio, ¿cómo podríamos justificar que se defienda, como si de una realidad natural se tratase, la existencia de un deber de solidaridad de Cataluña con Extremadura, pero en cambio no se enuncie deber alguno de solidaridad de la propia Cataluña, o de Extremadura, con Bolivia o con Níger?

JLS. Además, lo que hay que aceptar es que, no sólo Pujol, sino también Ibarretxe o Chaves, están llamados a hacer lo mismo, a defender sus respectivos intereses. En un sistema democrático todos defendemos nuestros intereses. Todos. ¿Por qué no podría hacerlo el señor Pujol? Si, al mismo tiempo, el señor Chaves no los defiende, pues entiendo que obra mal. Lo grave es defender los intereses a punta de pistola, como lo hace ETA. Eso es lo injustificable.

CT. Ahora que hablas de ETA, creo que no está de más señalar que antes de que ETA dejase de matar –y esperemos que no vuelva a hacerlo nunca- se escuchaba con mucha frecuencia, en labios de representantes significados de nuestra clase política, una frase que venía a decir: “ Si ETA deja las armas, estamos dispuestos a discutir con generosidad sobre cualquier cosa”.

Me parece que, vistos los hechos desde la perspectiva de hoy, la frase tenía trampa. Hemos podido comprobar que, una vez que ETA lleva más de dos años sin matar –bien es verdad que seríamos ingenuos si diésemos por cerrada la cuestión correspondiente -, y cuando se discuten materias sensibles vinculadas con el futura de un país, Cataluña, en el que la violencia política desapareció hace tiempo, esas personas prometían el oro y el moro se han cerrado en banda en defensa de un nacionalismo esencialista tan ultramontano como aquel que atribuyen a su enemigo. Y eso que la disputa de estas horas es estrictamente política.

Quiero invocar también con todo, otro elemento de discusión. Es verdad que muchas veces los discursos nacionalista son muy cerrados y muy poco lúcidos en cuanto a la percepción de realidades complejas. Pero hay un arma arrojadiza que entre nosotros se utiliza con frecuencia frente a determinados discursos nacionalistas y que está cargada, de nuevo, de trampas. Esa arma suele adquirir la forma de una pregunta : “ ¿No es mucho más saludable que a la hora de determinar los derechos y los deberes de los ciudadanos lo hagamos conforme a la condición de estos últimos como tales, en general, sin vincular en modo alguno esos derechos y deberes con la condición nacional o étnica de esos ciudadanos?”.

Me parece que la respuesta de un nacionalista inteligente ante semejante pregunta bien podría ser la siguiente: ¿Nosotros no discutimos el principio de ciudadanía. Asumimos de buen grado que los derechos y los deberes deben determinarse conforme a tal principio, y no de resultas de la condición nacional o étnica. Lo que discutimos, sin embargo, es el ámbito de aplicación geográfica del criterio de ciudadanía. Y si a alguien le parece irracional que defendamos que el escenario de aplicación de ese principio debe ser Galicia, Cataluña o el País Vasco, inmediatamente deberá explicarnos por qué esos recintos le parecen irracionales e injustificados, y en cambio se le antoja perfectamente natural que el escenario correspondiente sea España”.

Esas personas que muestran tantas reticencias, y que se regodean con lo de la ciudadanía, deberían explicar cómo casa esta última con la franca negación de derechos y deberes a esas gentes que vienen en pateras. Lo diré de otra manera: el discurso de la ciudadanía sólo es defendible y plenamente consecuente cuando obedece a una demanda de reconocimiento de derechos que tiene carácter universal. Cuando, por el contrario, se materializa en el ámbito preciso, siempre restrictor, de los Estados que conocemos, al final de que ocurre es que se reproducen los mismos problemas que se atribuyen a los discursos nacionalistas identitarios.

JLS. Se olvida, además que todas las comunidades que ejercen o que quieren ejercer, determinados derechos, negándoselos a los demás, son también históricamente transitorias. Porque, claro, Castilla es una creación histórica que puede desaparecer, de la misma suerte que la soberanía de España se encuentra limitada dentro de la Unión Europea. Así las cosas, todo es mutable. No se trata sólo de que todo sea cambiable: es que todo cambiará.

Ya antes he señalado que en el años 1956, poco antes de la reunión de Roma de 1957, cuando se alcanzó un acuerdo de seis países en virtud del cual se firmaría luego el Tratado de Roma, que fue el principio de lo que hoy llamamos Unión Europea, Franco afirmó que lo pactado no tenía futuro ninguno porque “las naciones europeas”, dijo textualmente, “estaban consolidadas por la historia”. Así que miope era su visión política. Ninguna de esas naciones estaba, ni está, consolidada para siempre por la historia. Tampoco lo están, claro, la nación catalana ni la nación española.

CT. También retomo lo que acabas de decir. Me parece que es muy interesante ese concepto de invención de la tradición, esa idea que sugiere que los nacionalismos propenden inexorablemente a reescribir la historia. Aunque me sentiría más cómodo si se aceptasen de buen grado tres matizaciones al concepto: si la primera señala que los nacionalismos no siempre están inventando tradiciones, la segunda sugiere que el problema correspondiente se revela en todos los nacionalismos – también en el propio: pareciera como si entre nosotros sólo inventase tradiciones Sabino Arana – y la tercera, en fin, plantea que la operación de invención alcanza a instancias que aparentemente nada tienen de nacionalistas.

Aún recuerdo el provocativo texto que, bastantes años atrás, y si no mal recuerdo en relación con las ceremonias conmemorativas de algún aniversario del rey Carlos III, cubría la portada de un número de L´avenç , la revista catalana de historia: “La invención de la tradición: la monarquía constitucional en España”. La idea que se quería promocionar con el aniversario en cuestión era la de que la monarquía en España siempre había sido una institución ilustrada vinculada con el pueblo y con su quehacer. Claro: si esto no es inventar una tradición para legitimar la institución monárquica, que venga Dios y los vea. ¿no?

JLS. Sí, sí.

CT. Tu y yo, en momentos cronológicos distintos, hemos mamado en el colegio de una invención de una tradición: la que nos invitaba a recordar, por ejemplo, que Trajano y Adriano eran emperadores españoles. Aunque habían nacido, casualmente, más de mil años antes de que surgiera España, se les etiquetaba, sin embargo, de españoles. Claro que, llamativamente, nunca se nos decía, en cambio, que Abderramán III era un califa español, porque el personaje remitía a una rama torcida que no convenía incorporar al núcleo común…

(1) “ SOBRE POLÍTICA, MERCADO Y CONVIVENCIA”.

JOSE LUIS SAMPEDRO VS. CARLOS TAIBO, 2006

Los libros de la Catarata 2006

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