La democracia griega amaba la libertad, pero vivía de sus prisioneros. Los esclavos y las esclavas labraban tierras, abrían caminos, excavaban montañas en busca de plata y de piedras, alzaban casas, tejían ropas, cosían calzados, cocinaban, lavaban, barrían, forjaban lanzas y corazas, azadas y martillos, daban placer en las fiestas y en los burdeles y criaban a los hijos de sus amos.

Un esclavo era más barato que una mula. La esclavitud, tema despreciable, rara vez aparecía en la poesía, en el teatro o en las pinturas que decoraban las vasijas y los muros. Los filósofos la ignoraban, como no fuera para confirmar que ése era el destino natural de los seres inferiores, y para encender la alarma. Cuidado con ellos, advertía Platón. Los esclavos, decía, tienen una inevitable tendencia a odiar a sus amos y sólo una constante vigilancia podrá impedir que nos asesinen a todos.

Y Aristóteles sostenía que el entrenamiento militar de los ciudadanos era imprescindible, por la inseguridad reinante.

Eduardo Galeano    Espejos. Una historia casi universal

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Post Navigation